MI ABUELO en EL CORREO
"Recuerdos de familia" se titula la estupenda reseña de Mi abuelo que publica hoy el suplemento Territorios de El Correo de Bilbao. La firma Martínez Zarracina.
En 1978 George Perec publicó un libro titulado Me acuerdo. En él agrupaba más de cuatrocientas anotaciones breves que comenzaban con esas palabras: una colección de recuerdos aparentemente banal y sin embargo llena de una rara mezcla de verdad y poesía.
Las distintas ediciones de Me acuerdo suelen cerrarse con algunas páginas en blanco destinadas a que el lector escriba en ellas sus propias evocaciones. Todo el mundo tiene una memoria a su disposición y Perec demostró que para ponerla por escrito no hace falta emplear un gran habilidad literaria; basta con escoger unas pocas palabras sencillas. Eso es lo que hace la escritora y videoartista francesa Valérie Mréjen en Mi abuelo, completar su catálogo privado de recuerdos, muy especialmente los relacionados con su infancia. Rescatemos uno de ellos: «Cuando quería un beso, mi padre se tocaba la mejilla con un dedo».
Mréjen nació en París en 1969. Su madre estaba orgullosa de pertenecer a cierta clase social y pensaba que no era elegante que las mujeres fumasen en la calle. Su padre era un judío marroquí y confundía las copas de agua y las de vino. En su casa, junto a la chimenea, había dos grandes cuernos de marfil labrado; la mesa de la cocina era blanca con pegatinas de flores de colores. Su padre guardaba en un armario los calendarios que regalan en los restaurantes chinos. Su madre solía llamarles «pandilla desastre». Los recuerdos de Mréjen no son extraordinarios, o al menos no más extraordinarios que los de cualquiera; apenas un compendio de retratos de época, imágenes cotidianas y frases familiares. Por detrás, el paisaje urbano de los años setenta, con sus discos de vinilo, sus impermeables de plástico transparente y su papel estampado.
Pese a que en el libro hay lugar para el humor y la ternura, es imposible no atravesar el bosque de recuerdos de Mréjen sin sentirse atravesado por una punzada de tristeza. La estructura del texto es engañosa: parece simple y desordenada, pero en realidad esconde un seguro mecanismo de melancolía. Aproximadamente, el efecto es el mismo que el que provoca ver una vieja película familiar en la que sus protagonistas ya han muerto. Por mucho que ellos se estén riendo en la pantalla, a nosotrossiempre se nos congela un poco la sonrisa. Resulta curioso observar el modo en que la autora oscila entre el homenaje y el íntimo ajuste de cuentas. Una medida dosis de maldad salva al libro del blando costumbrismo. «Se daba el caso de exigir afecto con amenazas», escribe Mréjen. O «Si pierde la calma, después lamenta habernos dicho barbaridades. Sus palabras no dejan adivinar sus verdaderos pensamientos». Es este toque de crudeza el que consigue que el texto adquiera su particular tono de originalidad y verosimilitud. También la presencia de la muerte, que es abordada por la autora con frialdad, de un modo realista, sencillo, sin aspavientos. En los años setenta las familias seguían siendo infelices a su manera. Mi abuelo es una valiosa miniatura, un pequeño mosaico que refleja todo el amor, la gratitud y el resentimiento que cabe en cualquier familia.
En 1978 George Perec publicó un libro titulado Me acuerdo. En él agrupaba más de cuatrocientas anotaciones breves que comenzaban con esas palabras: una colección de recuerdos aparentemente banal y sin embargo llena de una rara mezcla de verdad y poesía.
Las distintas ediciones de Me acuerdo suelen cerrarse con algunas páginas en blanco destinadas a que el lector escriba en ellas sus propias evocaciones. Todo el mundo tiene una memoria a su disposición y Perec demostró que para ponerla por escrito no hace falta emplear un gran habilidad literaria; basta con escoger unas pocas palabras sencillas. Eso es lo que hace la escritora y videoartista francesa Valérie Mréjen en Mi abuelo, completar su catálogo privado de recuerdos, muy especialmente los relacionados con su infancia. Rescatemos uno de ellos: «Cuando quería un beso, mi padre se tocaba la mejilla con un dedo».
Mréjen nació en París en 1969. Su madre estaba orgullosa de pertenecer a cierta clase social y pensaba que no era elegante que las mujeres fumasen en la calle. Su padre era un judío marroquí y confundía las copas de agua y las de vino. En su casa, junto a la chimenea, había dos grandes cuernos de marfil labrado; la mesa de la cocina era blanca con pegatinas de flores de colores. Su padre guardaba en un armario los calendarios que regalan en los restaurantes chinos. Su madre solía llamarles «pandilla desastre». Los recuerdos de Mréjen no son extraordinarios, o al menos no más extraordinarios que los de cualquiera; apenas un compendio de retratos de época, imágenes cotidianas y frases familiares. Por detrás, el paisaje urbano de los años setenta, con sus discos de vinilo, sus impermeables de plástico transparente y su papel estampado.
Pese a que en el libro hay lugar para el humor y la ternura, es imposible no atravesar el bosque de recuerdos de Mréjen sin sentirse atravesado por una punzada de tristeza. La estructura del texto es engañosa: parece simple y desordenada, pero en realidad esconde un seguro mecanismo de melancolía. Aproximadamente, el efecto es el mismo que el que provoca ver una vieja película familiar en la que sus protagonistas ya han muerto. Por mucho que ellos se estén riendo en la pantalla, a nosotrossiempre se nos congela un poco la sonrisa. Resulta curioso observar el modo en que la autora oscila entre el homenaje y el íntimo ajuste de cuentas. Una medida dosis de maldad salva al libro del blando costumbrismo. «Se daba el caso de exigir afecto con amenazas», escribe Mréjen. O «Si pierde la calma, después lamenta habernos dicho barbaridades. Sus palabras no dejan adivinar sus verdaderos pensamientos». Es este toque de crudeza el que consigue que el texto adquiera su particular tono de originalidad y verosimilitud. También la presencia de la muerte, que es abordada por la autora con frialdad, de un modo realista, sencillo, sin aspavientos. En los años setenta las familias seguían siendo infelices a su manera. Mi abuelo es una valiosa miniatura, un pequeño mosaico que refleja todo el amor, la gratitud y el resentimiento que cabe en cualquier familia.
Pablo Martínez Zarracina