editorial periférica

15 julio 2007

SAIDE en DIARIO DE SEVILLA e INFORMACIONES, de Huelva

"Fábula de Tierra Caliente", ese es el excelente título que Manuel Gregorio González ha elegido para titular su reseña de Saide en Diario de Sevilla, que aparece hoy domingo, como también en el periódico onubense Informaciones, del mismo grupo:

El género negro, tan denostado, tiene sin embargo un clima de trepidación humana, de vivisección en crudo, que la novela del XIX, por ejemplo, se olvidó de contarnos entre tanto suceso épico y los adulterios con faja de la señora Bovary. Quiere decirse, con perdón, que es la América de Poe, como ahora la de Escobar Giraldo, la que nos dice el tiempo de morir (El tiempo de los asesinos que cantaron, uno detrás de otro, Rimbaud y Henry Miller), y el asombroso tiempo de la vida, su faz multípara, en la que el hombre tiene más de pelele goyesco que de cabeza ilustrada, asomándose a la cuadriculación del mundo.
Es Valle-Inclán, en su Sonata de estío, antes que Carpentier, Asturias o Uslar Pietri, cuando anduvieron por el París vanguardista de primeros del XX, quien primero nos ofrece la americanía desnuda, la dulce y feroz devastación de la Naturaleza, erigida ya en diosa vertical y viva, que exige su antiquísimo óbolo de sangre. Pues bien, Escobar Giraldo, como Lowry, como Rulfo, trae a la actualidad el amistoso soplo de la muerte, considerada aquí (ay, lo carnavalesco, tan lejano), como una forma capital del existir humano, y nunca como una magnitud foránea, como brote esquizoide que medra, pujante, contra el bulto azaroso de lo vivo. Quizá, el mayor acierto de esta novela, Saide, es el que deviene de su propio nombre, o sea, el enigma femenino, la inquietud del sexo, el espasmo y la fe del hombre en un amor furtivo y entrevisto en lejanas piscinas. O dicho de otro modo: el viejo cherchez le femme, de nuestros sabios y pérfidos vecinos transpirenaicos. A lo cual se añade la irresolución, el misterio, la clara irrelevancia del sicario, cuando hemos perdido la brújula y el temblor del mundo. ¿A quién le importa la autoría del crimen, si el resultado es la orfandad, el vacío, la rigurosa planicie del averno? Aquellos que leyeron la Sonata de estío ya saben de la sed de la hembra, del bosque de los celos, de lo sagrado en armas, de la infinita violencia en la que yace el amor, así como en su oscuro gemelo: el sacrificio, la devoración, el apropiarse omnívoro del otro.
En Saide hay un vago cruce de narcos, especuladores e inquietos pederastas, cuyo resultado es la minuciosa estampa de un continente vivo (aquí tuvimos la España de Montalbán, sudorosa y urgente), por el que medran espectros armados y matarifes apáticos que cumplen su trabajo. No encontramos en Saide nada personal, salvo el brusco sobresalto del amor, de la vida, de la mujer soñada, que nos lleva a la valentía como nos lleva a la ambarina salvación del whisky. En cualquier caso, se trata de una novela inteligente, audaz, en taracea, de la que asoma un ser humano cínico y perdido, que halla su redención en el fugaz milagro de los cuerpos. Inevitable, pues, pensar en la tiránica y gloriosa Niña Chole de Valle, en el poder ominoso, atávico, fenomenal, de la mujer morena, cuando en Europa pervivía el mito de la ninfa rubia, clorótica y meditabunda, como una Ofelia dada a los cafés, dormida sobre el láudano. Pero es la tierra, el meteoro, las sangres sucesivas, lo que aquí se ofrece. Es la violencia como casualidad, como costumbre, y no como irregularidad burguesa, lo que Escobar Giraldo ha insinuado. ¿A esto se le llama posmodernidad, a la movilidad de tiempos y escenarios, a la alternancia de hombres, de temores y vidas, al fantasmal y vago deseo de un cuerpo extraño? Quién sabe.
En cuanto que novela negra, Saide tiene la rara cualidad del cataclismo, y la serena distancia de un vaticinio arcano. El hombre aquí es un ente arenoso que dobla su cerviz ante lo ignoto. El secreto, la cifra, la dulce concavidad del milagro, es siempre la curva insólita de una mujer, su milenaria fascinación, su fuego humano. En ese fuego, ay, querríamos consumirnos, y no en la zarza ardiente de los puros.

Manuel Gregorio González
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