editorial periférica

01 marzo 2008

BENJAMIN CONSTANT Y EL CUADERNO ROJO en EL PERIÓDICO DE CATALUNYA

David Guzmán firmaba recientemente este perfil de Benjamin Constant a partir de El cuaderno rojo en las páginas de Exit, suplemento cultural y de ocio de El Periódico de Catalunya (con el siguiente antetítulo: "Se llamó a sí mismo El Inconstante. Que el autor de Adolphe, nacido en la suiza Lausana en 1767 y fallecido en París en 1830, fue también joven lo prueba El cuaderno rojo, las hilarantes memorias que entusiasmaron a Italo Calvino y que publica ahora Periférica."):

BENJAMIN CONSTANT. Pasiones ilustradas
"Una de las cualidades con que me ha distinguido la naturaleza es la de sentir un gran desprecio por la vida”. Tamaña boutade la redacté a los 44 años, pero quienquiera que lea las páginas que la preceden hallará razones para impugnarla. Tal vez porque escribí esas líneas ya como el Benjamin Constant maduro y autocomplaciente, olvidé que disertaban sobre el joven ansioso de experiencias, famélico de mundo, que sin duda también fui durante mis primeros 20 años. Pues es esa la etapa que abraza mi obra más jocosa, lasmemorias que yo titulé Mi vida y que vieron la luz como El cuaderno rojo, en razón del color de los manuscritos, cuando se publicaron, tardíamente, en 1907.


Con frecuencia la posteridad ha reservado para mi nombre un panteón extraliterario, como adalid de las tesis liberales y de la libertad civil en plena ebullición decimonónica. Y a qué negar, es cierto, mi paso –fugaz– por el Tribunado napoleónico, del que fui expulsado en 1802, o mi ulterior elección como diputado por París ya con Luis XVIII. Cómo no asumir, del mismo modo, mi contribución al estudio de las religiones y los tratados sobre principios de política, acaso mis obras mayores. Y aun así, el título que, al margen de Cécile (1851), afianzó la historia menor de mi literatura bebe menos de la Ilustración que de cierta zozobra romántica. Adolphe (1816), que así se llama el protagonista de la novela, ama y sucumbe a una mujer diez años mayor no sin padecer la opresión de una sociedad hostil. Inútil desmentir que buena parte de ese drama traducía en la ficción mi aventura personal con la escritora Madame de Staël. Pero no fue aquella la única pasión biográfica que inspiró mi narrativa. De ahí que para comprender mi agitada existencia, de cómo –casi sin llegar– amé, vi y vencí, es imprescindible El cuaderno rojo. Más allá de las cartas y del Diario íntimo (1804), es en este desopilante relato de mis primeras dos décadas donde consigné el nacimiento de los caprichos, de las aficiones, de los viajes y los altos, de los desmanes, y sobre todo de los amores fundacionales que explican –quizá contienen– los posteriores.
El crítico francés Émile Faguet definió mi temperamento como el de “un hombre de una maravillosa rectitud de pensamiento y una conducta más que dudosa”. De ser cierto, algo tuvo que ver con mi existencia itinerante, siempre a rebufo de un padre que contrató y llegó a despedir, en mis primeros años, a un total de seis tutores. Junto a él, aunque también huyéndole, recorrí en poco tiempo Suiza, Bélgica, Holanda, Inglaterra, Alemania y Escocia, forjando un carácter inquieto y cosmopolita sustentado en la curiosidad y la ambición de libertad.

En exceso volcado en las emociones, me enamoré de la hija de un comandante suizo a los 13 años. Ella marcó el inicio de una inclinación compulsiva al galanteo que, como recoge el Cuaderno, a menudo respondía únicamente “al placer de dar que hablar”. Y como orador de contrastada labia me fue dado penetrar en la elegancia de los salones literarios, donde hice acopio de algunas pretendientes y bastantes pretendidas. Al margen de mis matrimonios, fue conocida mi querencia por damas como Madame de Charrière, Anna Lindsay, Madame Trevor y la misma Staël.

Por amor quise incluso batirme en duelo, otra de mis tendencias quijotescas, pero la ocasión que tal vez transcribí con mayor sonrisa fue un episodio de suicidio teatral frente a mademoiselle Pourras y su madre, convencido de que “querer matarse por una mujer era un medio de gustarle”. Me tragué un frasco de opio cuyos efectos contrarrestaron haciéndome tomar ácido, en una velada que acabó absurdamente con la asistencia de los tres a la ópera.

Pareja al fervor sentimental, la desmedida afición al juego me deparó no pocos apuros, al extremo de obligarme en París a vender el coche de mi padre. Pero comoquiera que no me inquietase el dinero, llegué a emplear “dos de mis quince luises en comprar dos perros y un mono”, aunque acabé peleándome también con ellos. Mas siendo así que el ímpetu de la juventud –no había cumplido aún los 20– también conoce límites, la tristeza de vivir separado de mi padre, sumada a la mala conciencia, acabó por forzar el reencuentro. De modo que tras viajar a caballo por Inglaterra y Escocia, me reuní con él en Holanda. No hubo reproches y regresamos a Suiza. Volvía de ese modo a casa decidido a inaugurar una vida menos nómada y más reposada, cuando mi padre me comunicó que me habían nombrado chambelán en la corte de Brunswick. En el trayecto hacia el nuevo destino, comprendí que el sarampión de la aventura seguía al acecho. Pues si bien faltaba poco para comenzar mi actividad política, en 1795, aún necesitaba duelos como el que propuse entonces a un capitán francés que osó insultarme. Por fortuna para él, quizá para ambos, la fiebre le impidió presentarse a la cita.

David Guzmán