EL CUADERNO ROJO en EL CORREO
"Ni arrugas ni polvo". Así se titulaba la reseña que J. Ernesto Ayala-Dip firmaba el sábado 2 de febrero en El Correo de Bilbao: "Dijo alguna vez Thibaudet que Adolfo, de Benjamin Constant, junto a Manon Lescaut y La princesa de Clèves, son libros que 'atraviesan las edades sin arrugas ni polvo'. Leer ahora, dos siglos después de ser escrito, El cuaderno rojo nos deja esa misma sensación: ni arruga ni polvo.
Es probable que los lectores hayan leído Adolfo, una novelita epistolar mucha más cercana a la sensibilidad de un Stendhal o Flaubert que de las llorosas historias de las novelas sentimentales del siglo XVIII. Constant fue un autodidacta, de una inteligencia escéptica y muy afecto a los salones literarios. En estos se sentía a sus anchas, sobre todo en el de Madame de Stäel, con la que mantuvo una larga relación. Solamente por tener noticias de ambos, del calado de esa tortuosa relación, vale la pena leer sus Diarios, una obra que no fue editada de manera completa hasta 1952.
El cuaderno rojo no fue publicado hasta 1807, entonces Benjamin Constant contaba cuarenta y cuatro años. El arco temporal que abarca son dos décadas. Desde el nacimiento de su autor hasta sus veinte años. Las anécdotas son escasas pero densas en análisis introspectivo. De las historias que se cuentan, están las relacionadas con un mundo muy caro a su autor: las mujeres. Hay algunas francamente deliciosas aunque no carentes de ese aire de irresponsable talante que gastaba su autor. No tiene desperdicio la referente al mortificante equívoco con la madre de una jovencita pretendida del autor. La mujer, creyendo un día que el joven se dirigía a ella en una misiva (que nunca llegó) en busca de su amor, descubría con un disimulado desconsuelo que el joven sólo buscaba un préstamo para sufragar sus continuas deudas de juego.
El librito termina, como dice su introductor, de manera abrupta. Pero milagrosamente resume el espíritu de una época como si la estuviéramos tocando".
Es probable que los lectores hayan leído Adolfo, una novelita epistolar mucha más cercana a la sensibilidad de un Stendhal o Flaubert que de las llorosas historias de las novelas sentimentales del siglo XVIII. Constant fue un autodidacta, de una inteligencia escéptica y muy afecto a los salones literarios. En estos se sentía a sus anchas, sobre todo en el de Madame de Stäel, con la que mantuvo una larga relación. Solamente por tener noticias de ambos, del calado de esa tortuosa relación, vale la pena leer sus Diarios, una obra que no fue editada de manera completa hasta 1952.
El cuaderno rojo no fue publicado hasta 1807, entonces Benjamin Constant contaba cuarenta y cuatro años. El arco temporal que abarca son dos décadas. Desde el nacimiento de su autor hasta sus veinte años. Las anécdotas son escasas pero densas en análisis introspectivo. De las historias que se cuentan, están las relacionadas con un mundo muy caro a su autor: las mujeres. Hay algunas francamente deliciosas aunque no carentes de ese aire de irresponsable talante que gastaba su autor. No tiene desperdicio la referente al mortificante equívoco con la madre de una jovencita pretendida del autor. La mujer, creyendo un día que el joven se dirigía a ella en una misiva (que nunca llegó) en busca de su amor, descubría con un disimulado desconsuelo que el joven sólo buscaba un préstamo para sufragar sus continuas deudas de juego.
El librito termina, como dice su introductor, de manera abrupta. Pero milagrosamente resume el espíritu de una época como si la estuviéramos tocando".
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