editorial periférica

07 octubre 2006

JUAN BOLEA sobre LA PELIRROJA en EL PERIÓDICO DE ARAGÓN


El Periódico de Aragón 25/09/2006 Juan Bolea

Parece un Max Estrella, y recuerda a un Pedro Luis de Gálvez.
El autor de Os gatos, Pasquinadas, O pais das uvas, o, ahora, de La Pelirroja (A Ruiva) debió de ser, además del niño terrible de las letras portuguesas de finales del XIX y principios del XX, un bohemio, un alma atormentada y lúcida en la Lisboa del cambio de siglo. Un gran caricaturista literario, a la manera de Dickens, y un fino analista de la sociedad de su tiempo, en la época en el que el novelista debía necesariamente practicar la crítica social.
Dicen sus biógrafos que los escritos de José Valentim Fialho de Almeida (1857-1911), tenidos por una especie de reverso a la novelística de Eça de Queiroz, por el perfil oscuro de ese mismo ángel claro, llegaban a conmover medularmente a Fernando Pessoa. Y, puedo fedatarlo, su prosa sigue conmoviendo hoy en día.
Alcanza nuestras fibras por su hondura y sinceridad, por su desgarrado talento, la lectura de La pelirroja, una de las mejores novelas de Fialho de Almeida, inexplicablemente inédita hasta el momento en nuestro país.
La brillante traducción de Antonio Sáez Delgado, para la editorial Periférica, ha permitido conservar buena parte de la riqueza estilística y lingüística del texto original. Se trata de una novela decimonónica, desde luego, folletinesca o melodramática, pero concebida desde una enorme audacia, y por medio de una mentalidad ciertamente avanzada para su época.
La historia nos cuenta la peripecia de una prostituta portuguesa, bonita y pelirroja, desde sus primeros escarceos en el mercado de la carne hasta su caída final, víctima de las enfermedades, el alcohol, la pobreza y el hambre.
Carolina es el nombre de este extraordinario personaje. Hija de un enterrador, eróticamente imaginativa y precoz, la joven trabará muy temprano contacto con sus primeros amores. Que no serán señoritos del Chiado ni de la Baixa, sino los bustos mortuorios, blancos y rígidos, de los cadáveres que su padre, el enterrador, trasteaba en el depósito del cementerio antes de proceder a su inhumación. Frente a esos marchitos caballeros, recorriendo con mano doncel la piel fría de sus flancos, Carolina experimentará sus primeras y enfermizas calenturas. Esa escena en la que la muchacha pugna por despertar a los muertos, para que la abracen y le hagan el amor, sigue siendo hoy francamente audaz, de manera que imagínense leyéndola hace más de cien años.
Fialho de Almeida, no en vano había transcurrido con frecuencia por las cloacas de la sociedad portuguesa, sabía muy bien de lo que escribía. Vástago de una familia de Vila de Frades venida a menos, sufrió estrecheces económicas y frecuentó la vida golfa de los cafés lisboetas. Sus inquietudes literarias, la potencia de su estilo renovador, su extraña capacidad de incorporar neologismos, o una visión internacional de los problemas de su tiempo, combinando esos recursos europeístas con un naturalismo de raíces sórdidas, estéticas, y de escenarios góticos, le convierten en un narrador clave en la moderna novela portuguesa.


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