reseña de LA IMAGEN Y LA RISA en BABELIA
El sábado 10 de marzo, el suplemento del diario El País, Babelia, publicaba una reseña de José Luis Pardo titulada "La risa del tiempo". Estaba dedicada a dos libros: Ante el tiempo, de Didi-Huberman, y La imagen y la risa, de José Emilio Burucúa.
La reconstrucción del pasado siempre es un desafío. En Ante el tiempo, Didi-Huberman deja claro su enfoque en el subtítulo: Historia del arte y anacronismos de las imágenes. Su investigación y reflexión señala que una obra no es sólo su presente sino que tiene memoria. En La imagen y la risa, Burucúa analiza la figura visual de los siglos XVI y XVII.
Se cuenta que Lucien Febvre, fundador de la escuela francesa de los Annales, comenzaba su curso de Historia Moderna rememorando una madrugada en la cual Francisco I de Valois regresaba de incógnito a su castillo tras yacer en el lecho de su amante; a su paso, las campanas de una iglesia llaman a los oficios; el rey entra, se arrodilla y reza fervorosamente; luego, vuelve a subir a su caballo y se reúne con los suyos. Los estudiantes interpretan: quiere hacerse perdonar su adulterio, por el que se siente culpable, antes de recibir el abrazo de su mujer y sus hijos. Nada de eso, replica el maestro: en el siglo XVI, al menos para un Valois, no había incongruencia alguna en pasar del campo de las armas al lecho del placer, de éste a los bancos de la iglesia y de estos últimos al seno de la familia, sin que supusiera la menor sombra de hipocresía. La anécdota ilustra la caución metodológica fundamental que el historiador ha de inculcar en quienes tienen que aprender el oficio: el horror al anacronismo, que es a este dominio lo que el "falso amigo" es al dominio de la traducción, es decir, la bestia negra. En el campo específico de la historia del arte, Erwin Panofsky y su escuela iconográfica llevaron este imperativo de sincronía a su más elevada expresión, enseñándonos a interpretar las imágenes del pasado desde sus propios códigos de escritura, de estilo y de cultura. Esta sana disciplina -"no proyectarás sentidos presentes sobre hechos pasados", "el intérprete no debe imponerse a lo interpretado"- ha encontrado siempre la resistencia indisciplinada de una contracorriente que subraya el poder de ciertas imágenes para interpelarnos más allá de sus marcos contextuales y por encima o por debajo de su encuadramiento sistemático en la red de causalidades históricas en la cual están presas: es el caso de la peculiar dialéctica "mesiánica" de las imágenes propuesta por Walter Benjamin o de la Pathosformel de Aby Warburg. El historiador siempre ha mirado con recelo estos intentos, viendo en ellos la reviviscencia de una "teología del arte" que se hace la ilusión de poder superar la historia en nombre de unos supuestos arquetipos eternos a los cuales el inconsciente junguiano habría venido a ofrecer la posibilidad de una segunda navegación. Sobre el fondo de este viejo debate, las dos obras que aquí comentamos tienen en común su apuesta por el partido minoritario -el de Warburg y Benjamin, para entendernos- y, a la vez, su pretensión de descartar de él cualquier apelación a "formas eternas" o arquetipos intemporales de la conciencia o del inconsciente.
Georges Didi-Huberman llama la atención sobre el hecho de que, cuando reconstruimos cuidadosamente el contexto de un pintor o de una pintura, además de correr el riesgo de "construir" periodos más o menos ad hoc para alojar a las grandes obras que justifican dicha periodización, nos atenemos al pasado que en ese momento era presente, a su exacta sincronía histórica; desdeñamos, sin embargo, algo mucho más difícil de documentar positivamente pero igualmente constitutivo del "tiempo de la obra", a saber, la memoria que el artista y sus imágenes guardaban -no necesariamente de forma explícita- de su pasado (y no sólo del histórico, sino también del poético y fantaseado), y aún el modo -quizá hoy inverosímil- como preveían el futuro. Pues, si de lo que se trata a la hora de interpretar una imagen es de ser fiel a su tiempo, hemos de convenir en que, a diferencia de lo que ocurre con la historia y por paradójico que esto resulte, todo tiempo es anacrónico, ninguno se reduce a una estricta sincronía con su presente, sino que encierra en su imaginación y en su memoria un conjunto -cuyos perfiles son necesariamente difusos- de relaciones desplazadas entre temporalidades diferentes y, desde el punto de vista historiográfico, inconmensurables: nuestra época, particularmente compuesta como un puzle de periodos, culturas y perspectivas incompatibles, es especialmente apta para sensibilizarnos a este respecto. Didi-Huberman toma de Gilles Deleuze el concepto de "imagen-tiempo" para invitarnos, a través de él, a leer las imágenes archivadas por la historia del arte "anacrónicamente", es decir, como "cristales de tiempo" de una memoria bergsoniana que, al modo de un fósil, guarda en sus pliegues estratos, grados o burbujas heterócronas en diferentes niveles de distensión o condensación, distintos tiempos incongruentes pero acoplados que, más allá de las exigencias históricas, constituyen la genuina carnalidad temporal de las imágenes: no su "estar en el tiempo (histórico)", sino su ser ellas mismas fragmentos vivos de tiempo y, por eso mismo, irreductibles a la sincronicidad de los historiadores; pues la historiografía tiene como presupuesto la muerte del tiempo que toma como objeto de sus pesquisas. Quizá porque la risa es uno de los subterfugios de los cuales se sirve el anacronismo para pasar la aduana de la coherencia histórica, José Emilio Burucúa, desde una vocación más atenida a la investigación, parte también de una interpretación temporal de los conceptos de Warburg para interrogarse por la figuración visual de lo cómico en los siglos XVI y XVII, registrando la persistencia, a través de los "temas" y "lugares comunes" de los grabadores, de una "síntesis desopilante" de opuestos en un irresoluble conflicto que desemboca en una risa obediente a la triple clasificación establecida por Peter Berger: la risa carnavalesca, que pone patas arriba el mundo cultural y espiritual; la risa satírica, que saca a la luz los vicios y vergüenzas de una sociedad, y la risa verdaderamente redentora, la que transmite la inverosímil pero irrenunciable "esperanza de que existe la posibilidad de una vida sin dolor y sin miedo a la miseria o a la muerte".
La reconstrucción del pasado siempre es un desafío. En Ante el tiempo, Didi-Huberman deja claro su enfoque en el subtítulo: Historia del arte y anacronismos de las imágenes. Su investigación y reflexión señala que una obra no es sólo su presente sino que tiene memoria. En La imagen y la risa, Burucúa analiza la figura visual de los siglos XVI y XVII.
Se cuenta que Lucien Febvre, fundador de la escuela francesa de los Annales, comenzaba su curso de Historia Moderna rememorando una madrugada en la cual Francisco I de Valois regresaba de incógnito a su castillo tras yacer en el lecho de su amante; a su paso, las campanas de una iglesia llaman a los oficios; el rey entra, se arrodilla y reza fervorosamente; luego, vuelve a subir a su caballo y se reúne con los suyos. Los estudiantes interpretan: quiere hacerse perdonar su adulterio, por el que se siente culpable, antes de recibir el abrazo de su mujer y sus hijos. Nada de eso, replica el maestro: en el siglo XVI, al menos para un Valois, no había incongruencia alguna en pasar del campo de las armas al lecho del placer, de éste a los bancos de la iglesia y de estos últimos al seno de la familia, sin que supusiera la menor sombra de hipocresía. La anécdota ilustra la caución metodológica fundamental que el historiador ha de inculcar en quienes tienen que aprender el oficio: el horror al anacronismo, que es a este dominio lo que el "falso amigo" es al dominio de la traducción, es decir, la bestia negra. En el campo específico de la historia del arte, Erwin Panofsky y su escuela iconográfica llevaron este imperativo de sincronía a su más elevada expresión, enseñándonos a interpretar las imágenes del pasado desde sus propios códigos de escritura, de estilo y de cultura. Esta sana disciplina -"no proyectarás sentidos presentes sobre hechos pasados", "el intérprete no debe imponerse a lo interpretado"- ha encontrado siempre la resistencia indisciplinada de una contracorriente que subraya el poder de ciertas imágenes para interpelarnos más allá de sus marcos contextuales y por encima o por debajo de su encuadramiento sistemático en la red de causalidades históricas en la cual están presas: es el caso de la peculiar dialéctica "mesiánica" de las imágenes propuesta por Walter Benjamin o de la Pathosformel de Aby Warburg. El historiador siempre ha mirado con recelo estos intentos, viendo en ellos la reviviscencia de una "teología del arte" que se hace la ilusión de poder superar la historia en nombre de unos supuestos arquetipos eternos a los cuales el inconsciente junguiano habría venido a ofrecer la posibilidad de una segunda navegación. Sobre el fondo de este viejo debate, las dos obras que aquí comentamos tienen en común su apuesta por el partido minoritario -el de Warburg y Benjamin, para entendernos- y, a la vez, su pretensión de descartar de él cualquier apelación a "formas eternas" o arquetipos intemporales de la conciencia o del inconsciente.
Georges Didi-Huberman llama la atención sobre el hecho de que, cuando reconstruimos cuidadosamente el contexto de un pintor o de una pintura, además de correr el riesgo de "construir" periodos más o menos ad hoc para alojar a las grandes obras que justifican dicha periodización, nos atenemos al pasado que en ese momento era presente, a su exacta sincronía histórica; desdeñamos, sin embargo, algo mucho más difícil de documentar positivamente pero igualmente constitutivo del "tiempo de la obra", a saber, la memoria que el artista y sus imágenes guardaban -no necesariamente de forma explícita- de su pasado (y no sólo del histórico, sino también del poético y fantaseado), y aún el modo -quizá hoy inverosímil- como preveían el futuro. Pues, si de lo que se trata a la hora de interpretar una imagen es de ser fiel a su tiempo, hemos de convenir en que, a diferencia de lo que ocurre con la historia y por paradójico que esto resulte, todo tiempo es anacrónico, ninguno se reduce a una estricta sincronía con su presente, sino que encierra en su imaginación y en su memoria un conjunto -cuyos perfiles son necesariamente difusos- de relaciones desplazadas entre temporalidades diferentes y, desde el punto de vista historiográfico, inconmensurables: nuestra época, particularmente compuesta como un puzle de periodos, culturas y perspectivas incompatibles, es especialmente apta para sensibilizarnos a este respecto. Didi-Huberman toma de Gilles Deleuze el concepto de "imagen-tiempo" para invitarnos, a través de él, a leer las imágenes archivadas por la historia del arte "anacrónicamente", es decir, como "cristales de tiempo" de una memoria bergsoniana que, al modo de un fósil, guarda en sus pliegues estratos, grados o burbujas heterócronas en diferentes niveles de distensión o condensación, distintos tiempos incongruentes pero acoplados que, más allá de las exigencias históricas, constituyen la genuina carnalidad temporal de las imágenes: no su "estar en el tiempo (histórico)", sino su ser ellas mismas fragmentos vivos de tiempo y, por eso mismo, irreductibles a la sincronicidad de los historiadores; pues la historiografía tiene como presupuesto la muerte del tiempo que toma como objeto de sus pesquisas. Quizá porque la risa es uno de los subterfugios de los cuales se sirve el anacronismo para pasar la aduana de la coherencia histórica, José Emilio Burucúa, desde una vocación más atenida a la investigación, parte también de una interpretación temporal de los conceptos de Warburg para interrogarse por la figuración visual de lo cómico en los siglos XVI y XVII, registrando la persistencia, a través de los "temas" y "lugares comunes" de los grabadores, de una "síntesis desopilante" de opuestos en un irresoluble conflicto que desemboca en una risa obediente a la triple clasificación establecida por Peter Berger: la risa carnavalesca, que pone patas arriba el mundo cultural y espiritual; la risa satírica, que saca a la luz los vicios y vergüenzas de una sociedad, y la risa verdaderamente redentora, la que transmite la inverosímil pero irrenunciable "esperanza de que existe la posibilidad de una vida sin dolor y sin miedo a la miseria o a la muerte".
José Luis Pardo
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