SIN FLORES NI CORONAS en LEVANTE

Hay libros que no deberían de haberse escrito nunca. Son, precisamente, los libros más necesarios. Los que conservan la memoria y dignifican a la literatura. Libros que sus autores afrontan en cierto modo para poder seguir viviendo entre los demás hombres y mujeres. Libros escritos por amor a la verdad y por amor a la vida. Los libros de Primo Levi son de esta clase de libros. También los de Jean Amery. Y los bellísimos y sobrecogedores relatos Calle Ordener, calle Labat de Sarah Kofman (Cuatro Ediciones,
2003), Oh vosotros, hermanos humanos de Albert Cohen (Losada, 2004), y este Sin flores ni coronas de Odette Elina que acaba de publicar la editorial Periférica con su sobriedad y buen gusto habituales, a la que tenemos que agradecer además que se haya sumado al empeño por rescatar un texto y a una autora que lo merecen con creces.
En 1981, casi cuarenta años después de su primera edición, Odette Elina se decidió a reeditar su testimonio, porque el nazismo, dice entonces, nunca ha dejado de existir. Sin flores ni coronas (el título lo dice todo) son los recuerdos de casi un año pasado en Auschwitz después de su detención por la Gestapo a consecuencia de una delación, escritos al poco tiempo de ser liberada por los rusos en 1945. Son unos recuerdos emocionantes y sobrecogedores de una mujer con mirada de pintora que sigue creyendo en la humanidad. Y lo primero que hay que decir es que a Odette Elina, como a la mayoría de aquellos que han relatado experiencias similares, le asombran y conturban tanto los inhumanos comportamientos de los verdugos como los de las víctimas; aunque no olvida nunca que unos y otros tienen distintas razones, distintas causas, distintas motivaciones. Sin flores ni coronas es al mismo tiempo una refutación de la pérfida teoría, poco consoladora por lo demás, de que todos somos culpables, todos capaces de los mayores crímenes y de los mayores sacrificios.
Pero tal vez lo que más llame la atención en estas páginas sea la ausencia total de dramatismo. Dicho de otro modo, el dramatismo está en los hechos, no en el estilo. Hechos, algunos «siniestramente cómicos», como el calzado desparejado que se entrega a las reclusas, que la autora relata como si estuviera pintando a mano alzada, como esos dibujos escuetos y despojados con que ella misma ilustró su libro, porque la verdad no necesita de muchas florituras, y cuanto más escueta y desnuda se muestra, más hermosa y necesaria es.
Odette Elina nació en París en 1910. Desde 1940 perteneció a la Resistencia en la que ocupó distintos cargos de responsabilidad, hasta su detención en septiembre de 1943, acusada de ayudar a los judíos y a los extranjeros y de ocultar armas. Después de la liberación dedicaría toda su vida a dar testimonio de la deportación. Miembro de varias organizaciones de deportados, oficial de la Legión de Honor y secretaria francesa del Comité Internacional de Auschwitz, Sin flores ni coronas no fue tal vez más que el primero de esos testimonios. A pesar de su enorme belleza, el libro pasó prácticamente desapercibido tanto en su primera edición de 1945 como en la segunda de 1981. Hubo que esperar a 2003 para que, gracias a una adaptación para el teatro representada en el festival de Avignon, saliera definitivamente del ostracismo. Odette Elina murió en 1991.
Sin flores ni coronas está escrito a modo de instantáneas sobre la vida diaria en Auschwitz: la llegada, la ducha, el jersey, el pañuelo, las compañeras, una frase, un gesto, todas esas cosas y otras muchas encierran un recuerdo que Odette se limita a fijar en unas pocas líneas, con las que logra transmitirnos tanto la atmósfera del campo como el estado de ánimo de las mujeres confinadas en él, incluido, por supuesto, el suyo propio. La vida en el Campo no era una verdadera vida, no hace falta decirlo. Como mucho una imitación de la vida. Pero en esa imitación había en ocasiones más humanidad que en la vida misma. Y también, claro está, todo lo contrario. En la humillación de las víctimas hay grados que los verdugos aprenden casi por instinto. Primero se las priva de la libertad, luego de la dignidad, y finalmente de la esperanza. Esto tal vez explique la pasividad de las víctimas de los campos que tanto ha dado que hablar. Tal vez explique por qué los judíos no se revelaban, por qué no atacaban a sus verdugos, por qué incluso colaboraban en ocasiones con ellos. Y es que sin duda es posible reaccionar cuando se ha perdido la libertad. Tal vez incluso cuando se ha perdido la dignidad. Pero cuando se ha perdido la esperanza es poco probable que queden fuerzas para nada. Claro que los verdugos no contaron con que la esperanza, por su misma naturaleza, nunca se pierde del todo.
En un determinado momento de su cautiverio Odette consigue un pañuelo, un gran pañuelo de batista que cambió por dos raciones de pan, un gran lujo en el Campo que hay que proteger como un tesoro para evitar que te lo roben. «Emplearé trucos de apache para conservarlo. Si consigo regresar, será el símbolo de mi tenacidad». Y lo logró, logró conservar su precioso pañuelo de batista, y cuando en septiembre de 1945 volvió por fin a Francia escribió este bello, intenso y estremecedor libro. Lo escribió para no olvidar, y para que nosotros tampoco olvidáramos, porque «a la larga, los recuerdos se deforman, se edulcoran o se dramatizan, y se alejan siempre de la verdad».
Manuel Arranz
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